Reflexión de nuestra coordinadora de proyectos Margarita Maira al término del programa Project on Peacebuilding POP 2018 de la organización Most Mira sobre la sociedad post-conflicto bosnia después de la guerra entre 1992-1995.

Hasta hace cuatro meses, Bosnia-Herzegovina era un mundo completamente desconocido para mí. Tenía una vaga noción de que había sido parte de Yugoslavia, pero eso era todo. Cuando investigué sobre la creación de la Oficina Regional de Cooperación de Juventudes (RYCO, por sus siglas en inglés) en los Balcanes Occidentales pude vislumbrar la profundidad y las consecuencias del conflicto regional durante las guerras de disolución de Yugoslavia. Y sabía que BiH, como le llaman en Bosnia a su país, había sido el más afectado. Pero cuando llegué a Kevljani en el norte de Bosnia, no me fue fácil. ¿Por qué vecinos que habían vivido en perfecta armonía toda su vida de repente se tornaron en contra de quienes practicaban una religión distinta? ¿Cómo es posible que no haya habido justicia después de la guerra? ¿Por qué no hay memoria y reconocimiento oficial de las atrocidades que ocurrieron en Prijedor? Y, de nuevo, ¿por qué las distintas etnias pelearon brutalmente unas contra otras si habían coexistido amistosamente hasta 1992?

En un nivel más pragmático, también estaba bastante perdida. El idioma aquí es ininteligible para mí y, aunque hay muchos bosnios angloparlantes que viven fuera del país y están acá por las vacaciones -quienes, aprendí, se denominan la diáspora- no sentí que pudiera moverme tranquila sin un hablante de bosnio acompañándome.

Todo lo que me rodeaba era extranjero y necesitaba explicaciones.

Esta era sin duda el aura alrededor de todo lo que conocí al comienzo de mi estadía acá; hasta que vimos el documental que hizo el fundador de la organización Most Mira, que me trajo hasta BiH, Kemal Pervanic. Al escuchar los testimonios sobre limpieza étnica, campos de concentración, personas desaparecidas, empecé a sentir una desazón extrañamente familiar. De pronto, el conflicto Bosnio dejó de ser una cosa ajena. Mientras la cámara seguía a una mujer que continuaba buscando el cuerpo de un ser querido dos décadas después, de un momento a otro me di cuenta: he visto esta escena un sinnúmero de veces. El paisaje y el lenguaje cambian pero la búsqueda y el dolor es el mismo.

Aunque recuperamos la democracia en 1990, los familiares de los detenidos desaparecidos durante la dictadura chilena aún esperan que se revelen las locaciones donde se esconden los cadáveres. Entonces lo vi: la falta de paz al no poder enterrar los restos de tu propia sangre no conoce fronteras. La frustración que hermanos, padres, parejas de las víctimas enfrentan cuando los perpetradores guardan silencio, y peor aún, mueren plácidamente en sus camas… el sufrimiento de cuando se niega la posibilidad de justicia a los sobrevivientes es la misma en ambos países.

A medida que pasaron los días, las similitudes entre la guerra bosnia y la dictadura chilena me persiguieron cada vez con más fuerza. Cuando el abuelo de otra participante del programa nos contó los detalles de cómo logró escapar del ejército serbio y su campo de concentración no pude evitar pensar en mi padre, cuyo rostro salió impreso en la portada del periódico entre los 15 más buscados después del golpe de estado en contra de Salvador Allende en 1973. La angustia desde el escondite, el miedo a que los planes de escape fallasen. Estas son cosas que no necesitan traducción.

Cuando dos sobrevivientes bosnios narraron sus experiencias fuera del país después de la guerra, me asaltó más de una vez la imagen de mis padres, que buscaron exilio en México e Italia años antes de conocerse. Dos de mis compañeras, que han pasado su vida entera en los Estados Unidos por el escape de sus padres, participaron activamente de la sesión. Las preguntas candentes y las respuestas que encontraron, con toda la curiosidad y preocupación asociadas de ambas generaciones -los sobrevivientes y sus hijos-, automáticamente me pusieron en el lugar de mis hermanas. Ellas dejaron Santiago para irse a Ciudad de México cuando niñas, casi unas guaguas, y han vivido allí por ya cuatro décadas. Solo viajan a Chile de vacaciones.

Por último, el valiente testimonio de Kemal sobre su detención en el campo de concentración de Omarska me llevó mentalmente a los amigos de mi coro en Chile, fundado por familiares de ejecutados políticos. Ellos también han tenido que detenerse, interrumpiendo sus generosos e íntimos recuentos, para juntar fuerza y terminar una historia sobre el pasado que no acostumbran compartir. Abrumados por las emociones, en Omarska y en Santiago los he visto superar la dificultad para poner el trauma en palabras.

Algunas de mis preguntas sobre el conflicto bosnio se han expandido. Otras han encontrado las primera piezas del puzzle que significan sus complejas respuestas. Me voy llena de dudas que espero resolver después de este viaje apabullante. Pero las conexiones inesperadas entre los horrores de esta guerra y la historia de mi propio país me dejan con una certeza respecto de las sociedades post-conflicto: lo tristemente universal que es el lenguaje del desgarro.