Invitamos a María Olivia Mönckeberg, periodista, profesora y premio nacional de periodismo, a escribir en nuestro blog. Acá su columna sobre la impunidad en la política de Chile, el rol de los medios de comunicación y cómo garantizar la pluralidad de enfoques que permitan fiscalizar al poder.

Antes del estallido social de octubre de 2019, para muchos Chile parecía un país sin graves problemas, y hasta un “oasis” –como lo calificó pocas semanas antes el presidente de la República Sebastián Piñera-. Pero la realidad era muy diferente. La desigualdad, la corrupción, el negocio de las universidades, el de la salud y las dificultades para acceder a ella, las bajas pensiones, los trabajos precarios y los críticos síntomas de tantas otras actividades sometidas a un modelo que había convertido a la población en consumidores –o endeudados- más que en ciudadanos explotó hace poco más de un año. Y la pandemia dejó aún más al descubierto una realidad que no era vista -o que no quería ser vista- en toda su complejidad.

En 2009 en el libro “Los magnates de la prensa; concentración de los medios de comunicación en Chile” decía que, estábamos como en una pieza oscura, o por lo menos en una rodeada de espesas cortinas que no nos dejaban observar lo que de verdad estaba ocurriendo.

Desde la publicación de ese libro han transcurrido once años y las cosas no han mejorado. La falta de pluralidad que caracteriza a los medios de comunicación es peor hoy que hace una década. Quienes podrían haber tomado decisiones para que las cosas fueran de otra manera, no lo han hecho. Se advierte falta de comprensión del fenómeno comunicacional y del rol del periodismo, y no se entiende que esto no compete sólo a quienes trabajamos en esta profesión. Por eso, la elaboración de una Nueva Constitución, debiera motivar esta reflexión y la tarea de revertir este escenario se hace imprescindible .

El derecho a la comunicación, el acceso a la libertad de información y la libertad de expresión no pueden seguir quedando de lado, esperando que “el mercado” decida. Estos temas tendrán que estar muy presentes. Y aterrizar propuestas en la posibilidad de contar con pluralidad de medios donde se expresen las diferentes voces y los distintos problemas, y donde se ejerza un periodismo que fiscalice al poder. Todos los poderes. La relación entre la transparencia y la comunicación y, por lo tanto, lo que sucede y difunden los medios es esencial para asegurar equidad, justicia y acceso y garantía de los demás derechos. La información de calidad entregada de forma expedita y completa constituye así un bien público. Y es necesaria para la construcción de una ciudadanía participativa, que dé paso a la construcción de democracias sólidas y estables. Sin información adecuada y oportuna difícilmente podemos esperar que las personas conozcan lo que sucede, y aporten en discusiones y propuestas frente a los problemas de diferente índole.

En un tiempo como el que estamos viviendo hoy en Chile y Latinoamérica, con escenarios de alta complejidad, es especialmente necesaria la existencia de una ciudadanía informada y capacitada, para aportar en políticas públicas y exigir a las autoridades –locales o regionales- las más acertadas; y que consideren el bien común y no el de unos pocos. En estos últimos meses se han visto ejemplos de cómo no debieran funcionar las cosas en materia comunicacional. Podemos recordar, como antes del primero de mayo cuando empezaba a golpear la pandemia el Presidente Piñera llamó a eso que denominó la “nueva normalidad”; y convocó a los empleados públicos a trabajar en sus oficinas. A los pocos días la curva de contagio y muertes por Covid se encumbró de una manera notable; luego se sucedieron los dichos del ex ministro de Salud Jaime Mañalich, quien confesó no conocer cómo vivían los santiaguinos y los migrantes en algunas comunas de la Región Metropolitana; al parecer creía que personas hacinadas en reducidas viviendas y sin salarios estables reaccionarían igual que las de sectores del barrio alto de Santiago; hoy está pendiente un juicio en su contra en el Ministerio Público por falseamiento de cifras, lo que habría agravado la crisis sanitaria. A su vez, el actual ministro Enrique Paris ha puesto todo tipo de obstáculos para entregar los datos al fiscal que investiga esos hechos.

En otro ámbito, desde fines de 2014, cuando los fiscales Carlos Gajardo y Pablo Norambuena detectaron el bullado caso Penta que luego involucró a la Sociedad Química y Minera de Chile (Soquimich, conocida hoy por su sigla SQM), marcó un hito en la apreciación de la corrupción en Chile: hasta ese momento se sostenía que en Chile –casi como una excepción dentro de América Latina, decían- no había corrupción. Pero las boletas y facturas ideológicamente falsas contaminaron a personas de casi todo el abanico político. A partir de esas investigaciones ya no se discutía la existencia de corrupción en este país. Especialmente chocante resultó que un protagonista central de esa historia fuera el ex yerno del dictador Augusto Pinochet, Julio Ponce Lerou, quien contribuyó al financiamiento no solo de dirigentes de la derecha UDI, como en el caso Penta, sino que a actores de casi todo el espectro político.

Algunos fiscales y ex fiscales han tenido una actitud muy significativa, pero el tiempo ha demostrado que muchas veces sus investigaciones o acusaciones fueron quedando empantanadas por la acción de otros actores, incluyendo representantes del Poder Judicial y de la Corte Suprema. Cuando ese caso se ventilaba en 2015 escribí el libro “La máquina para defraudar. Casos Penta y Soquimich”. Destacaba ahí que los periodistas habían cubierto las informaciones, íbamos detrás de los fiscales, pero al menos se informaba. Al releer hoy el epílogo de ese libro veo que fui optimista, porque al final no se ha hecho justicia con esos delitos de “cuello y corbata”, como se podía esperar.

La impunidad y los “perdonazos” han sucedido. Los involucrados en el caso Penta –los ingenieros comerciales Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín- terminaron con una multa y “clases de ética”; al ex yerno de Pinochet –hoy junto a sus hijos uno de los dueños de las fortunas más grandes del país- la Corte Suprema le rebajó en forma notable la pena por el juicio que arrastraba en el denominado caso Cascadas; y es posible que salga sin ningún tipo de sanción por SQM. Mientras, uno a uno los beneficiados con sus dádivas han ido quedando absueltos tras pagar multas al Servicio de Impuestos Internos (SII). En el caso de Penta la mano benefactora fue también el SII. Otros grupos han ido quedando en el camino sin ser castigados, lo mismo que quienes recibieron sus aportes. ¿Qué han dicho de esto los medios de comunicación? No demasiado. Solo algunas informaciones y las cosas quedaron ahí. Casi olvidadas entre los efectos de la pandemia y la víspera del plebiscito y ahora de las sucesivas elecciones que vendrán. Algunas situaciones aún están a la espera, como la que afecta al ex ministro y ex senador de la UDI Pablo Longueira –acusado de cohecho-, quien ha hecho gala de estar muy presente en el escenario político desde hace unos meses. Tampoco han puesto atención los medios tradicionales en otros hechos como la cuantiosa transacción que anunció el 11 de septiembre, justo días antes de las fiestas patrias, el grupo Laureate, el lucrativo consorcio internacional que concentra el 15 por ciento de todos los estudiantes de la educación superior en Chile. Sin mucha bulla, Laureate anunció que se iba del país y que las universidades a su cargo –Las Américas, Andrés Bello, Viña del Mar, y los institutos AIEP y Escuela Moderna de Música- pasaban a mano de dos socios chilenos. Ambos, Jorge Selume Zaror y José Antonio Guzmán Molinari fueron altos directivos de la dictadura, uno como director de Presupuesto y el otro como ministro de Educación y en el último tiempo eran parte del grupo Laureate. Más paradojal aún: ambos fueron parte del equipo que diseñó la privatización de las universidades en Chile en los años 80. Pero nada tiene de casual que no se investigue o siquiera se informe en profundidad: esas empresas –lo mismo que otras universidades privadas lucrativas- están entre los principales avisadores de los medios.

Pero tampoco hay de qué extrañarse si volvemos al tema de la concentración de los medios en Chile y de la economía chilena en pocas manos. La Tercera y El Mercurio controlan cerca del 90% de la prensa escrita. Las empresas de El Mercurio fueron comprando en la década del 90 y de 2000 casi todos los diarios de las diversas regiones del país. Ambos consorcios propician el modelo económico y están fuertemente entrelazados con grupos financieros que apoyan al gobierno actual. Simultáneamente, la televisión está más preocupada de entretener o tener más rating y no va tampoco a la profundidad de los hechos. A través de los años se ha hecho más patente su sentido comercial. Dos de los principales canales están en manos de poderosos grupos económicos: Andrónico Luksic, el dueño del mayor grupo económico del país -con propiedades financieras, mineras y comerciales- es también el dueño del canal 13 que se lo compró a la Universidad Católica; Megavisión es propiedad del grupo Bethia, uno de los principales dueños del retail, además de tener fuerte presencia en la actividad inmobiliaria y financiera. La principal fuente de financiamiento de la TV es la publicidad influida, a su vez, por la concentración de la propiedad en pocos y poderosos grupos económicos que son los principales avisadores. En ese contexto, poco o nada hacen los canales por profundizar o cuestionar al poder.

La televisión –que algunos daban por agonizante como medio informativo hasta hace un tiempo- desde el estallido de octubre, y luego con la pandemia ha pasado a ser un medio de comunicación central en los hogares chilenos y muy en especial en las regiones. Y a pesar de su espíritu mercantil, incide en la agenda, en levantar personajes o contribuir a dar imágenes parciales de la realidad, y enfrascarse en círculos viciosos en que la mala calidad pesa para que se distancien los medios de la ciudadanía. Es una de las razones por las que hoy más que nunca parece necesario volver a plantearse la necesidad del proyecto de televisión pública y no dejar morir a Televisión Nacional. Como nunca ese tipo de medios parece indispensable, así como iniciativas comunitarias que puedan desarrollarse en localidades y territorios.

Solo la radio, y en particular, un puñado de emisoras informativas escapa en cierto modo de este panorama, aunque también Luksic y Bethia han avanzado en el control del dial. Por su parte, los pocos medios digitales que han surgido, y se logran mantener, tratan de dar con modelos de negocios que les permitan subsistir y de abrir las ventanas a nuevas miradas.

Pero la falta de diversidad política, económica, social y cultural caracteriza a la prensa tradicional y a la televisión. Las motivaciones ideológicas y el abaratamiento de costos hacen lo suyo –desde 2019 se vienen sucediendo oleadas de despidos de periodistas y trabajadores de la prensa- y atentan contra el periodismo de calidad que se requiere. No se conocen así las diversas realidades y escasean los debates profundos y plurales. No se dan las condiciones para el rol fiscalizador ni contribuye a un accountability social que sería fundamental para que el Periodismo de Investigación cumpliera ese papel más necesario que nunca en un tiempo de crisis. Y esta no es solo a partir de la llegada del coronavirus; la profunda crisis sistémica venía de antes y abarca a todas las instituciones. Afecta al Gobierno, a los partidos políticos, al Congreso, al Poder Judicial, a las Fuerzas Armadas y Carabineros y a la Iglesia Católica. Y ha lesionado la confianza pública.

Entretanto, más de algunas voces suelen decir que ya no importa lo que digan los medios masivos si pueden ser reemplazados por las redes sociales. No obstante, ese juicio creo que tampoco apunta a una comprensión cabal del problema. Comparto, en cambio, la apreciación de que por el mismo auge de las redes sociales y por todo lo que se está viendo de ellas –con sus puntos a favor y sus riesgos- es que el periodismo serio y riguroso es más necesario que nunca. Para verificar información, dar contexto y profundizar en los hechos y situaciones. Para generar medios escritos, audiovisuales, digitales o multimediales. El desafío es cómo innovar y hacer eso posible. El papel jugado por los medios en Estados Unidos en torno a la elección de Joe Biden y Kamala Harris y de la resistencia de Donald Trump a entregar el cargo puede ser una lección digna de ser tomada en cuenta. Sobre todo en un país como Chile, donde ya un 78 por ciento de la población aprobó el 25 de octubre la necesidad de dejar atrás la Constitución de 1980 y optó por elaborar una nueva Constitución. Además, cuando se encara un período pródigo en elecciones.

Estos temas aún no han entrado en la discusión para el proceso constituyente en Chile, entre otras cosas, porque no hay espacio para estos debates. Pero es indispensable que estén en la tabla. Es necesario lograr un sistema comunicacional distinto al existente, que garantice la pluralidad de enfoques y de voces y permitan fiscalizar al poder.